como apasionados de la cultura del aceite no os podéis perder este emocionante artículo de J.R. Alonso de la Torre...unas palabras que describen gestos antiguos y pasiones modernas.
¡Feliz lectura!
http://www.hoy.es/extremadura/ordenando-olivos-20171220000422-ntvo.html
Recoger aceitunas, una destreza para la que no sirven las app
Entro en el Apple Store y en el Google Play Store y busco
olivos, pero nada, aparece un Monte de los Olivos, es una aplicación de
tipo religioso, no me sirve. Sigo buscando, tecleo aceitunas, recoger,
apañar, recolectar... Nada de nada. No hay ninguna aplicación que
enseñe, facilite, o ayude a recoger aceitunas. Debe de ser por eso que
lo pasé tan bien el sábado pasado ordeñando los 300 olivos de mi padre,
un señor que nunca se ha enfadado conmigo en los últimos años salvo
cuando escribí que había plantado 80 olivos y resulta que había plantado
300.
Si esto fuera Cataluña o Euskadi, mi padre sería un
charnego o un maketo reciclado, como es Extremadura, simplemente es un
asturiano que llegó por aquí hacia 1950 y se quedó. Conoció a mi madre,
que es de Ceclavín y pasaba largas temporadas en Cáceres, se enamoraron y
se casaron. Tuvieron seis hijos y ahora nos explotan, a nosotros y al
conjunto de yernos, nueras y nietos, cada año un sábado de diciembre
para que les recojamos las aceitunas.
A mí me parece que el mayor rasgo de asimilación de un
charnego/maketo asturiano en Extremadura consiste en plantar 300 olivos
en Ceclavín a los 80 años. Plantar olivos a esa edad es un rasgo de
romanticismo y de amor a la tierra sin parangón. Porque, además de
plantarlos, los ara, los mima y los ordeña. Bueno, matizo, los ordeñamos
nosotros, con nuestras manos, rama a rama, aceituna a aceituna. Y así,
recogiendo la cosecha del olivar, hemos descubierto que las mejores
cosas de esta vida son aquellas que no se pueden hacer con ninguna
aplicación.
De manera intuitiva, como si lleváramos en
los genes una marca de 'extremeños de Ceclavín, aceituneros altivos',
hemos aprendido a recoger aceitunas con eficacia, sin máquinas
ayudándonos ni teléfonos móviles orientándonos. Colocamos las redes en
el suelo con precisión geométrica, tiramos de ellas sin que se pierda ni
una oliva, llenamos las cajas y los sacos con habilidad y ordeñamos los
olivos con una rapidez y una eficacia que ya empezamos a presumir y a
entender a esos campeones de la recolección que ostentan sus récords en
la puerta de casa.
Me refiero al Águila de las Hurdes,
ese señor que en la fachada de su casa hurdana anuncia que es el mejor y
más rápido ordeñador de olivos del mundo. Reconozco, en fin, que ya he
pasado del grado de aceitunero altivo al de aceitunero bravucón y reto
al Águila a ver quién de los dos recoge más aceitunas con la mano
izquierda en 15 minutos.
Ordeñar olivos es una de las
actividades más relajantes que conozco. Mientras vas tirando de las
aceitunas, te sientes heredero de romanos, árabes y de cuantos pueblos
han pasado por la Península. Cada fruto que haces caer a la red es un
detalle de autenticidad que te reconcilia con el mundo real, sin
virtualidades ni pamplinas. Y cuando calculas los resultados, te das
cuenta de que has participado en un ejercicio donde primaba el gesto, el
sentimiento y la tradición por encima del rendimiento, la ganancia y la
rentabilidad.
Estos son los datos: recogimos 285 kilos
de aceitunas y mi padre recibirá a cambio seis garrafas de cinco litros
de buen aceite. Es decir, unos 150 euros, pero hay que pagar la
molturación, transportar las aceitunas, darnos de comer y cenar a unos
cuantos y luego está la gasolina de los cinco coches en los que desde
Zafra, Cáceres y Madrid viajamos hasta Ceclavín. En resumen: una ruina.
Pero
los olivos no se ordeñan por dinero, sino por amor a la tierra, por
sentirse enraizados y continuadores de una saga, por lo mucho que relaja
y por ese momento mágico en que el asturiano y la ceclavinera nos
sirven platos de fabes de Proaza con orejas ibéricas de Acehúche. Son
alubias con historia: es el pago del alquiler que mi padre y sus
hermanos reciben por un prado que arriendan a unos 'vaqueiros' en las
estribaciones de Peña Ubiña. Todo muy medieval: sin app, sin máquinas,
con cariño.
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